En un vagón del metro la primavera con un vestido blanco se aferraba a
mis brazos, una parada, dos destinos y ahora mi condena. Era una luz amarilla,
radiante, con una voz gruesa de inocencia y con sollozos entre sueños, demasiada
fragilidad en manos de un limitado, de un desalmado.
Se sujetó,
me abrazó y me condenó. Y es que uno sabe cuándo muere, cuando el destino no le
pertenece, cuándo se es uno juntando dos pieles, la suya, manchada, irreverente hasta en eso, y la mía, desgastada y marcándome los huesos.
Madrid y
París lo saben, la noche siempre fue nuestro cómplice, le tocaba al día sufrir.
Tal parece,
preciosa, que las coñas se han ido volviendo realidad y a mí no se me dio por
practicar.